Cuatro ojos ven más que dos: la importancia de las relaciones personales de confianza

MariJo Vázquez

Siempre me ha interesado mucho la capacidad que tenemos los seres humanos para cuidar de otros, para sanar a otros, una capacidad que creo que proviene de nuestra capacidad para sanarnos a nosotras mismas. Después dediqué parte de mi interés más en concreto a la medicina, a cómo esta ciencia, este arte, avanzó hasta un punto en que parece un milagro lo que supuso en la supervivencia de la humanidad (de una parte de la humanidad, desgraciadamente, aquella que no dispone de recursos todavía no puede beneficiarse de ese avance en toda su amplitud).

Cuando me diagnosticaron de VIH,  ese interés adquirió un tinte mucho más personal, no sólo en cuanto a que el sujeto de esa medicina era yo, sino que pude empezar a comprobar por mí misma hasta qué punto las y los profesionales sanitarios (en mucha mayor medida los de medicina que los de enfermería) no me consideraban un sujeto de cuidado sino un objeto de cuidado en el sentido de que mi organismo, y también mi vida, quedaba fraccionado en función de la parte que estuviera afectada. Esos profesionales tan bien formados en su profesión médica no me consideraban a mí como persona sino como el contenedor de una enfermedad.

Ese trato me llevó a explorar qué era lo que faltaba en ese binomio médico-paciente. Qué era lo que hacía que en el ámbito de los servicios sanitarios me sintiera sin control, como si en el momento en que necesitaba recibir una atención médica yo dejara de ser una persona para convertirme en una paciente; no agente, no, sino paciente. Sin voz ni voto, receptora de los conocimientos profesionales de médicos y enfermeras, todo por mi bien, naturalmente, pero sin que se me permitiera opinar. Bueno, la verdad es que aunque no se me permitiera, yo no me conformaba fácilmente con someterme sin más a los dictados de alguien que ni se molestaba en escucharme.

Con los años, mis conocimientos sobre mí misma, sobre el VIH, sobre salud en general me fueron dando la respuesta que iba siendo cada vez más evidente: los profesionales de salud imponían sus conocimientos tecnológicos frente a mis conocimientos experienciales.

Tuve la ocasión de ver cómo investigadores con muy buena voluntad pasaban por encima de sus ‘objetos de estudio’ sin siquiera concederles el reconocimiento de sus saberes, esos saberes que adquirimos directamente a través de nuestras propias vivencias. ¿Qué mayor método empírico se desea? Esos conocimientos no los leemos en libros, no los estudiamos en la Universidad, pero no se pueden negar porque los sentimos en nuestro propio cuerpo y los analizamos en función de nuestras circunstancias personales.

Me di cuenta de que lo que ocurre es que, muchas veces, las y los profesionales de la salud no piensan en sus pacientes como personas íntegras, como personas iguales a ellos mismos. Sencillamente se colocan en un lugar de superioridad porque consideran que sus conocimientos son más válidos que los nuestros.

En ese punto, hace ya algunos años, tuve la oportunidad de participar en la tesis doctoral de María, una persona que, desde entonces, se convirtió en una amiga. Recuerdo que en nuestra entrevista yo le hablaba con entusiasmo sobre la investigación participativa que hacíamos en ICW y cómo la investigación ‘seria’ continuaba yendo a las comunidades a extraer información para sus estudios, que luego presentaban con honores en las conferencias internacionales, mientras la gente que había aportado sus experiencias ni siquiera tenía la oportunidad de ver en qué avances habían sido útiles sus aportaciones. No se las había consultado para saber qué era importante para ellas, ni para colaborar con el diseño más adecuado, nada. Y yo me indignaba ante esta actitud de menosprecio hacia el valor humano y ante esa expresión de desigualdad.

Ella me escuchaba atentamente pero no decía nada. Seguimos adelante con la entrevista, después vinieron otras y poco a poco fuimos consolidando una relación de aprecio mutuo.

Al cabo de algún tiempo, cuando me invitó a asistir a la defensa de su tesis, me enteré de que aquella entrevista había sido un punto de inflexión importante en su perspectiva profesional. Se había parado a reflexionar en que, a pesar de toda su amabilidad y aprecio por las personas informantes de su tesis, en realidad había hecho lo que yo había estado comentando: ella había elegido el tema de estudio, había diseñado las preguntas… en fin, en el prólogo de su tesis expuso con honestidad lo que había comprendido sobre la relación investigadora-informante y que ya nunca volvería a ser la misma para ella.

Al poco tiempo María iba a coordinar un Máster en Salud, en la UAB, dirigido a estudiantes médicos y de enfermería y me propuso llevar a cabo un módulo de investigación comunitaria en el que pude debatir con las y los participantes los beneficios de este tipo de investigación.

Luego empezó a incluir en sus clases unas sesiones de ‘Narrativas de pacientes’ en las que me invitaba a hablar de diferentes aspectos de mi experiencia con el sistema sanitario y cómo podíamos extraer conjuntamente con los alumnos y alumnas los conocimientos que les ayudasen a conectar de manera más equitativa con la humanidad de las personas a las que van a cuidar.

A continuación, ya incluyó un pequeño programa de ‘Pacientes expertos’ en el que había más espacio para intercambiar conocimientos, para ponerle experiencia vivida a los conceptos teóricos que los estudiantes adquieren en las clases. Y en cierta manera, el hecho de colocar a una paciente en el lugar destinado a la figura de autoridad del docente supone un cambio importante en el posicionamiento de los futuros profesionales. Realmente acaban contemplando al paciente como el profesor que puede ser en ciertos aspectos del cuidado en lugar de contemplarle únicamente como objeto de sus cuidados y, en cierta manera, como víctima.

Muchas de las iniciativas que he conocido en algunos ámbitos médicos con Pacientes expertos se centran en formar a pacientes de una determinada especialidad para que ayuden a otros enfermos con la misma patología. En cierta manera, es un reconocimiento de la importante labor que llevan algunas personas en los grupos de pares y el éxito que supone a la hora de dar apoyo a otros pares. Pero en mi opinión todavía hace falta un paso más para equiparar el saber que se deriva de la experiencia vivida y el análisis de la misma por parte de la propia persona con otros saberes derivados de otros métodos de aprendizaje.

Este proceso que llevé a cabo con María no es extraño en mi experiencia de activista y defensora de derechos. En realidad, empecé a darme cuenta de que mis relaciones de trabajo son, en gran medida, con personas en las que confío, amigas con las que me gusta intercambiar descubrimientos, explorar nuevos horizontes, cada una desde su posición vital. Pude darme cuenta de la importancia que tiene el establecimiento de relaciones personales de confianza, relaciones que no se basen en el estatus social/profesional de las personas sino en sus cualidades como persona, en el reconocimiento mutuo de conocimientos que no necesariamente ha de limitarse al mismo ámbito. Por el contrario, la capacidad que tengamos para incorporar saberes diversos constituye un punto a favor de un mejor entendimiento y una relación más humana además de que enriquece las posibilidades de éxito de cualquier proyecto. Como decimos en mi país, ‘cuatro ojos ven más que dos’.

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